En cierto modo el protagonista de La felicidad nunca viene sola es una especie de alter ego del personaje que Hugh Grant interpretaba en Un niño grande. Un hombre que ya no es un jovencito pero que vive como si lo fuera, trabajando de compositor de jingles, alternando en un club de jazz, saltando de mujer en mujer y con una madre que le hace la compra y la colada. En su aparentemente perfecta vida se cruza una mujer madura con tres hijos de la cual se enamora. Es entonces cuando el prota se plantea si seguir con su vida de calavera o sentar definitivamente la cabeza.
El argumento como podéis ver no es nada original, es más, en
manos de según quién daría para una comedieta estúpida o excesivamente
edulcorada. Pero los franceses saben darle ese toque de gracia que nos hace
incluso dar crédito a algunos de los giros del guión más forzados. La película
se basa casi exclusivamente en el buen hacer de su pareja protagonista que no
duda en hacer el payaso cuando la comedia física así lo requiere y dar la cara
en las escenas románticas y dramáticas.
Película agradable que te hace pasar un buen rato, esbozar más
de una sonrisa pero que no pasara a la historia más que por comprobar lo
extraordinariamente guapa que se mantiene Sophie Marceau.
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